Hace un par de semanas fui a misa, a los toros y a un espectáculo de flamenco. Sí. Y al que no quiera seguir leyendo, ahí tiene La Marea y Tinta Libre:
Todos juntitos, como hermanos proletarios tratando de hacerse un hueco en el kiosko.
Precisamente en este último (Tintalibre) venía un reportaje sobre la Caracas de Chávez que sepultó del todo las intenciones de Luis y mías de volar hasta la capital venezolana.
El reportaje de Jon Lee Anderson y nuestras madres, claro. Porque Nati, mi madre, tiene una erudición tal que debería formar parte de los editores de la Enciclopedia Británica. En cuanto le dije que había barajado la idea de ir a Caracas para ver qué pasaba tras la muerte de Chávez, me soltó:
– Anda, si allí hay siete homicidios diarios y tiene la tasa de delincuencia más alta de sudamérica.
Y era verdad. Lo dijo como si nada. Como si le preguntases por cuánto cuesta un café en la UNED, otra materia en la que es bien ducha.
Y nosotros nos quedamos sin nada. Con esperanzas puestas en una revuelta en Los Caños de Meca para poder ir en autobús, acampar en la zona y robarle wifi al Opencor.
Con suerte, Pawel vino de Polonia y se quedó en casa dos semanas. La primera noche le recibimos mi hermano y yo en un ejercicio sano de agudeza visual. Pusimos la cámara en la tele y nos sacamos una foto juntos, para que se notara quién era el guiri. Quedó así:
La noche siguiente le plantamos Blancanieves a las dos de la mañana y conseguimos el resultado opuesto al que pretendíamos: no se quedó dormido y, encima, deseó acudir a todo lo que tuviera que ver con la españolidad. Por eso vinieron después las actividades ya señaladas: misa de domingo, toros en la plaza de Valencia y flamenco.
No contentos con este alarde patrio, nos fuimos a la sierra y comimos una paella a leña. Pawel rascó de la sartén con saña, eructó y se declaró un «paella lover».
Para hacer un punto y aparte con la jarana de la visita me pasé un miércoles por casa de Álex para ver cómo le había ido la semana. Lo que empezó con un intercambio de impresiones laborales acabó con la descripción exhaustiva de su posible presa:
– Tiene una tetas descomunales, canijo- detalló.
– Pues ten cuidado, porque -según me han contado- si son excesivamente grandes pueden desparramarse debido a su peso- respondí de oídas.
– Con 22 años TODO está firme- atajó de inmediato.
Volví convencido a casa. Tocaba despedirse de Pawel y, unos días más tarde, de Tatín, que se casa.
Para hacerlo con clase le llevamos a Gandía.
Allí pillamos un cámping y nos vestimos prudentemente: para no llamar la atención y que nadie supiese que estábamos en una despedida de soltero:
Lo que empezó así terminó, inevitablemente, en esto:
Los ánimos de la tarde fueron achicándose según servían las copas y el pollo despedido acabó durmiendo de día como un angelito. Sin desvestirse y al lado de Juan Ignacio, que llevaba un pijama de botones y dobló la manta con cuidado antes de meterse en el colchón.
Gracias a nuestra lozanía (y al paso de varias jornadas) recuperamos la vitalidad y nos fuimos a caminar. Acababa de llegar Néstor a casa y, a pesar de cargar con un morral de guerra, solo tenía vaqueros y sudadera. Por eso iba resoplando en cada roca y maldiciendo su visita. Aquí estamos a punto de llegar a la cima:
Juan Ignacio iba fresco como un pulpo. Seguramente había dormido nueve horas en pijama y con manta eléctrica. Lelo se quitaba el sudor y se remangaba de vez en cuando y Néstor miraba la hora para sentarse en una terraza.
No contentos con la serenata de caminantes, nos fuimos a Dénia. Antes de que nos pusiéramos a escalar rocas para llegar a una cueva, Néstor cogió el autobús y se volvió a Málaga. Se subió con el periódico y sin comida, deseando tener un buen plato de sardinas al llegar a casa.
Nosotros continuamos con Toni y Vicky, que llevaban un ritmo saltarín alucinante gracias a una dieta de lentejas y garbanzos y nos dejaron afixiados.
Tras varios días de paseos y holganza, volvimos a Valencia pensando en distintos destinos. Nada más llegar, llamé a mis padres para avisar de que estábamos en casa y le conté a mi madre nuestros posibles planes:
– Nos vamos a Colombia.- le dije convencido.
– Anda, pero si allí el gobierno sufre una terrible inestabilidad debido al narco y, además, ¡está lleno de droga!- me abroncó.
– Bueno, España también está llena de droga.- me defendí al instante, creyendo que la había convencido.
– Sí, pero allí no hay ni toros ni flamenco.- zanjó.