El otro día sentí la precariedad del freelance como una hostia de madre. Antes de leer la entrevista a Pablo Guerrero de Juan Cruz en la última de El País, me fijé -como siempre- en la factura. ¡Nueve cafés! Y encima no de los del chino o los de la facultad, que no pasan el euro, sino del Café Gijón. Total, más de 36 pavos (6.000 pesetas para el que aún hace el cambio de moneda) en cafés. Lo peor de todo es que el texto también versaba sobre el consumo de cafeína, como si los dos descarados se hubieran partido el culo diciendo: «Je, je, de tu disco o aniversario no vamos a hablar: ¿para qué, si lo que le interesa al lector es ver cómo pasamos la tarde mirando el paseo de Recoletos?»
No me extrañó, por tanto, que el quiosco de la esquina se haya pasado directamente a las revistas de coches y a las chuches, tal que así:
Ante este vacío de papel y para aligerar malestar me fui a El Perelló, cerca de Tavernes y de un apartamento donde hace años veraneamos con mis primos, con Álex, Roque y Marcela.
Allí, Álex me iba dando a probar cada ingrediente de la paella y me decía «¿a qué está bueno?» para después añadir «No, le falta un poco de sal», y dejarme con cara de tonto.
Mientras freía la carne y echaba el arroz, empezamos a recordar aventuras del pasado. Roque se unió a la conversación, que más o menos se convirtió en una repetición de:
Álex: Te acuerdas de la chica de….
Roque: Qué zorrón.
Álex: Y de la otra de….
Roque: Vaya zorrón.
Cuando terminó de hacerse la comida, recogimos los bártulos y nos metimos dentro. Estuvimos jugando al Scrabble con ron que había traido Álex de su curro y con una ginebra del minibar que no se atrevía a tocar ni el padre de Roque.
Esa misma semana tenía pendiente un tema de Malí. Me tomé un café con dos malienses que se complementaban a la perfección: uno decía «en mi país están sucediendo cosas terribles» y el otro me miraba, asentía de lado con la cabeza y luego soltaba una carcajada.
Pagué y pedí una tarjeta internacional para llamar a más números de infinitas cifras.
Ante un francés que se oía lejano tuve que pegarle un toque a Celia y pedirle que me ayudara con la fuente de Tombuctú. Ella acudió nerviosa y con una lista de preguntas apuntadas. Cogió mi libreta y llamó desde un locutorio, así:
Al terminar, con esa intimidad absoluta que brindan este tipo de sitios, los dueños paquistaníes se pusieron a charlar con nosotros de lo mal que estaba África. «Peor está este país», protesté yo, «que me ha tocado pagarle los cafés a dos negros y a una familia de árabes».
De camino a casa me encontré con una nueva pintada en el muro de debajo. Parecía reforzar lo que le acababa de proponer a la prole de Islamabad:
Cuando terminé de redactar el artículo, llamé a Álex para quedar con él y desahogarme. Me dijo «Te acuerdas de la chica de…», a lo que contesté sin dudar «Menudo zorrón». «Pues resulta que estoy quedando con ella», zanjó mosqueado.
Y me quedé planchado, enviando currículums para trabajar como carretillero o peón de máquina extructora e imaginándome dentro de poco como el chiflado que enseña sus recortes de prensa amarillentos y cuarteados en un álbum, exclamando «Mira, esto lo hice yo», sin que nadie le tome en serio. Ni siquiera su propio padre, que se lamentaría con educación y pasaría a otra cosa más entretenida, como dar cabezadas: