Un día de periodismo ‘low cost’ en Belfast

Cuando llegué a Belfast, Stephen me esperaba en pijama, despeinado y con un cigarro en la mano. Nada más salir del aeropuerto le pedí que me diera candela y me dijo «¿No me has contado ni para qué vienes y ya estás fumando?». «Fumo para matar el hambre», le dije en medio de una niebla insoportable.

Era cierto. Desde las ocho horas anteriores no había probado bocado. Me fui hasta Alicante en un tren regional de tres horas y esperé en la terminal hasta que el vuelo lowcost despegó. Hasta entonces hice lo típico que hace uno en el aeropuerto: cotillear las revistas inglesas donde salen tías en toples, manosear todos los licores del duty free y calcular precios de cada cartón de tabaco. Todo menos comprar nada.

Porque el dinero estaba contado. Mi primer día tenía dos libras justas para hacerme con un par de periódicos locales y el editorial especial del Belfast Telegraph, mi fuente más fidedigna porque pasaba por delante de él cada mañana, tal que así (aunque fuera a unas horas en las que ni siquiera estaba abierto):

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Después me pillaba un café para que en la oficina del taller (desde donde escribía en medio de un silencio que llegaba a acojonar) no se me enfriaran las manos hasta tal punto que no solo no pudiera escribir sino que tuviera que pedir una amputación antes de que la cangrena llegara al cerebro.

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Ahí estaba. Unas veces acompañado y otras solo, luchando con un teléfono de la guerra fría y con un internet prehistórico que siempre me llevaba a una página africana. Vuelta a la calle. Por el día, los guardias y viandantes compartían algunos rayos de sol, como en la foto. Por la noche, los protestantes se lanzaban desbocados a la calzada para acribillarles a botellazos.Eran tan salvajes que aguantaban los cabrones con solo una camiseta del Glasgow o incluso empapados por un chorrazo de agua.

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Yo deseaba que todo acabara y pudiera mandar el archivo. Stephen se paseaba de vez en cuando y agarraba algo de tabaco para liar. John, entre cajas de destornilladores, silbaba.

No se me ocurrió nada mejor que preguntarle qué tal llevaba el próximo envío. Sin dudarlo, me agarró del brazo y me hizo un tour que ni en las cuevas de Altamira. Habitación nueva, baños cambiados, estanterías remodeladas… yo miraba el reloj cagaito por la hora recordando el último correo «Debería estar el texto aquí. ¡¡¡No llegamos a los tablets!!!». Así que me desprendí de John como pude y volví a rematar la faena.

Creo que se quedó desilusionado. Tanto que, cuando volví a casa, siguió haciendo un perolo de arroz sin volverse a mi paso. Calculando las palabras de disculpa, revolví entre la picadura de tabaco que tenía en el bolsillo y me salí al patio. Justo cuando estaba en el umbral se giró y me dijo «A ver cuando dejas de fumar y empiezas a crecer». «Es que es periodista», intercedió Stephen, «y, además, está muerto de hambre».

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Una respuesta

  1. Hambriento, pero feliz, como Hemingway. Gran texto.

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