Ayer veíamos Españoles en el mundo y todo salía mal. Cada participante era más simpático que el anterior. «Venga, ya verás como el próximo es un capullo», azuzaba por lo bajini desde el sillón. Pero, ¡qué va!, ahí aparecía un chaval normal, divertido, majete. Ese cambio de tercio, esa torpeza televisiva desencadenó un chorreo de casualidades que podría haber pasado desapercibido si no fuera por el conveniente repaso en la sauna.
Un ejemplo claro: leo un reportaje de Cesc Gay en el Semanal y, ¡pum!, tres estrellas para En la ciudad en las críticas de televisión (sí, esas que reconocen con dos El Milagro de P. Tinto). Artículo sobre el ínclito Borau y, ¡zasca!, obituario al día siguiente. Llega un reportaje en cascada de la burbuja de la relojería y, ¡atina!, modelos con relojes de marca.
Todo encajaba. La realidad se había vuelto del revés y resultaba ser tan fácil e injusta como el resumen existencial que hacía mi madre: «Tu padre lleva toda la vida malo, pero ya verás como es a mí a la que le da un patatús que me deja tiesa».
Mi padre, mientras, posaba sonriendo con su nueva camiseta:
El sábado, no obstante, siguió su senda establecida. Quedamos Julio y yo en un bar y al momento apareció Juanas. Julio le preguntó si quería una caña y él dijo que luego, después de un café con leche para espabilarse. Julio continuó con el clásico «otra ronda» y Juanas siempre ponía reparos: «Es que si me paran en la autopista», «Es que si no como me sube» y hasta el clásico «Es que después de la leche me sienta mal». Los dos, eso sí, aguantaban el frío incluso dentro del bar, tal que así:
El domingo por la mañana aproveché para ir a correr y despejarme un poco. Al volver, con unas mallas de decatlón que me regalaron mis padres las navidades pasadas, mi madre no solo no se conformó con preguntarme con desdén «¿quién te ha comprado eso?» sino que, acto seguido, gritó: «Mira, Loren, nuestro hijo va como Mario Vaquerizo».
Al llegar a Valencia retomé el estilo visitando una exposición en la que ponían películas de Elvis de fondo y las encargadas de seguridad consultaban su móvil entre risotadas. Se llamaba Covers y me recordó a una estampa de hace poco tiempo: el pasado fin de semana, según salíamos del concierto de Patti Smith en Valencia, se pueso a llover en trompa.
Nosotros nos resguardamos bajo un soportal cercano y, con las columnas parando el viento, contemplamos a la gente pasar. Después de algún que otro grito compartido y del efecto lisérgico de la dama, podría jurar que cada pareja que salía se agarraba del hombro por debajo del paraguas o se protegía con las chaquetas deslizando un brazo por la espalda, a lo Bob Dylan y Suze Rotolo en la portada de The Freewheelin’. Una escena que bien vale una reconciliación con el mundo: