Estábamos pidiendo bravas y nos trajeron patatas fritas en forma de palito. Si aquello parecía un error difícil de subsanar, a los cinco minutos la camarera sacó un whisky con limón. Eso sería, definitivamente, el colmo si no fuera porque nos lo servía una muñequita alemana de cuello espigado y sonrisa tímida. Por eso, Álex siguió pidiendo copas a degüello, sin cortarse por trabajar al día siguiente. Cada vez que pasaba al baño le pedía algo más. Incluso aceptamos una ensaladilla rusa moldeada por tazones para cereales. Todo con tal de satisfacer a la camarera y de fastidiar a Solène, que aun estaba allí, y a Celia, que, cabreada, no pidió ni una clara.
Yo me marché al rato porque al día siguiente teníamos paella en Tavernes. Nos fuimos los cuatro. Mis padres habían preparado una pitanza de entrantes y no se preocuparon en poner platos para el arroz, así que acabamos raspando de la sartén. Solène, que se había comportado como buena francesa, terminó atacando a dos manos. Alvin rellenaba una y otra vez el vaso de tinto de verano y removía los higadillos de un lado a otro.
Al terminar, mi madre me separó y me dijo «Tu amiga Solène es un encanto» -sí, dijo encanto- «y yo creo que hemos conectado muy bien»- sí, dijo conectado aunque supere los sesenta años.
Nos bajamos a jugar a las palas. Cada uno eligió un país. Alvin era Albania; yo, Togo; Juan Ignacio, Wisconsin (¿?); y Celia no supo qué elegir a tiempo. Echamos un torneo reñido sazonado por bailes tradicionales y por la noche pensamos en salir.
Yo había avisado a Álex del plan, así que le pegué un toque y me dijo: «Ye, nano, no puedo ir porque he quedado para salir por el bar de las patatas bravas en forma de palito», suspiró, «pero tengo ganas, porque la camarera se llamaba Linda», concluyó enigmático. Sospecho, además, que con una medio sonrisa en la cara y con un buen whisky con limón en la mano.
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