Eran las tres y todavía no había leído a Boyero. Tampoco me importaba, porque tenía mi sitio reservado en la sauna de un gimnasio elegante (que estos días están fumigando) y pretendía hacerlo con cautela. Fue el jueves, en plena semana de Cannes, encima. Total, que cuando pude acomodar mis calandracas en esas tablas ennegrecidas en las que cada uno entra con lo que quiere (batidos de proteínas, cuchillas de afeitar, escayolas de antrebrazo) leí la crítica de la última de Carlos Reygadas. Un director mexicano que descubrí -ahora es que se utiliza el verbo descubrir para todo. Si Cristóbal Colón levantara la cabeza…- en el cineclub de Belfast solo. Una tarde lluviosa y con cuatro pounds sueltos en el bolsillo. Bueno, en realidad no sé si fue así, pero me gusta imaginármelo así, tan bucólico y triste.
La película era Japón. Me pareció un tostón insufrible. Sospecho que eché alguna cabezada antes de levantarme con las luces y llegar a un piso en tinieblas. Allí, Claire, tan francesa y estupenda hasta en su pijama de escote generoso, me preguntó:
-¿Qué tal la peli?
Yo, como no sabía decir ‘coñazo’ en inglés, respondí (tampoco sabía decir ‘eufemismo’):
– Muy contemplativa.
– Me encantan las películas contemplativas, respondió.
– Sobre todo para una tarde lluviosa y con solo cuatro pounds en el bolsillo, solté rápido, a ver si aflojaba la manzanilla y se tiraba en mis brazos embriagadores y cultivados.
Así quedaron las cosas. Hasta que, unos años más tarde, nos encontramos en Puerto Escondido, México, a una chica de Madrid que dijo, entre vasos de vino caliente (entonces era yo el que llevaba una manzanilla, tratando de ahuyentar a cualquier francesa o mexicana que se fajara por mis embriagadores brazos):
– Yo tengo la tarjeta del videoclub Ficciones, y ahora estoy descubriendo a un director que se llama Carlos Reygadas. Es asombroso. Muy contemplativo.
Yo me sujeté los machos y recé por que estuviera utilizando un eufemismo, pero no. Más adelante -cuando la manzanilla había hecho efecto- lo defendió con todo tipo de argucias audiovisuales.
El final de la historia -que ya está contado en el principio- es que Boyero, en unas tablas ennegrecidas y sin fumigar, me dio la razón. Animado por esa afinidad compartida, traté de organizar un evento en Facebook. La idea no era nada desorbitada: Paella en Tavernes. Entre pitos y flautas, ni Dios respondió hasta que Lelo me llamó y me dijo:
– Lo del sábado es un fracaso, pero el domingo vamos la Vicen y yo a pasar el día a Tavernes y podemos comer juntos. Yo le digo a la Vicen que se prepare algo y os pasáis por mi casa.
Ese mismo día, en plena carrera al sol por la playa, me llamó de nuevo:
– Oye, que al final se han venido estos y ya estamos bebiendo cerveza.- amenazó a las doce del mediodía.- así que no tardéis.
Y allá que fuimos. Nos podéis ver aquí, esperando a pillar paella con la cuchara desde la sartén en un acto que no tiene nada de democrático ni de comunista:
Sergio: ¡Eh, cabrón, que mi parte llega hasta aquí y me estás quitando todos los muslitos de pollo!
La comida estuvo trufada de conversaciones profundas, como la afición del perro de uno de nosotros por comer los mojones de su dueño.
Lelo: ¡Ese si que es un comemierda!
Después pasamos a la maternidad, porque María lucía tripa de 5 meses.
– En cuanto tengamos otro, Joaquín se hace la vasectomía.
Joaquín: Eso, así dispararé balas de fogueo, aseveró.
Ayer, después de pensar en todo este abanico vital que son los niños, los canes devoradores de excrementos y el palmarés de Cannes, llegué a casa con ganas de reivindicar la amistad, el arte y la vida, en suma. Celia, que estudiaba tal que así, en camisón y sin sujetador, me dijo:
– ¿Qué tal la historia del chico de Mali que estabas haciendo para el periódico?.- y, sin dejarme contestar, añadió- Por cierto, tienes la cena en el microondas.
Como se quedó tomando apuntes delante del portátil, me puse Los Comediantes, de Elisabeth Taylor y Richard Burton. Cuando acabó y se quitó el camisón para meterse en la cama, me preguntó:
– ¿Qué tal la peli?
– Contemplativa. No está mal para una tórrida noche de primavera.
Y me quedé mirando, en gayumbos, a los coches que volvían a casa después de una larga jornada de trabajo.