Ayer bajé a la calle y las batucadas ya estaban allí. Miles de personas se manifestaban contra los recortes en educación en lo que los diarios describen como «ambiente festivo» que, en la práctica, consiste en aguantar un par de horas de cacerolas, pitos y los imprescindibles bongos. Porque, si en Madrid no hay una a la que no le falte un SambaDaRua de turno, aquí, en Valencia, que es la comunidad que más bandas tiene de España, cada 15 metros tienes todo el tinglado en estéreo: tambores, trompetas, tuba y hasta flautas traveseras.
El caso es que bajaba yo algo cruzado, con siete visitas por la mañana a institutos en huelga, y justo pensé -en una apreciación que no va más allá de este sintagma directo e inútil- que no hay canción más roquera que el Sweet Jane de Lou Reed en directo. Así. Me quedé tan ancho. Luego, por darle cierto sentido a tamaño postulado, me puse a pensar que las cosas no cambian en nuestro país porque no cambiamos la banda sonora. Porque 40 años después de la dictadura seguimos con el A Galopar y cuatro trovas más. Podríamos ponerle menos rumba y algo más de voz a las marchas, y así -al menos- gozarían de más chulería.
A todo esto, ¿a qué vienen los escotes? Pues que pensando esto me iba cruzando (por lo que no pude pensar mucho más) con esos miles y miles de escotes que pueblan este tipo de protestas. Más si rozamos los 40 grados a las siete de la tarde. «Madre mía», pensaba. «Yo jamás tuve unas profesoras así». La verdad sea dicha. O teníamos otro criterio, y lo dudo, o jamás nos tocaron una maestras tan guapas y lozanas como las que siempre sacan los fotógrafos en los perfiles de las manifestaciones. Ni siquiera las de inglés estaban tan buenas.
Yo, por pudor y por ese rechazo inherente al que me acostumbraron mis compañeras de pupitre, pregunté a los tíos más machos que había.
Uno era el de la imagen, que -en cuanto le pregunté- me dijo: «joder, si tú ya me preguntaste en la del día de la mujer». Yo no me atreví a decirle que las maestras y las universitarias con escote me intimidaban. Él respondió cortés y yo me fijé en alguien que estuviera de nuevas para no encontrarme en la misma tesitura.
Al final me decanté por un grupo de la facultad de educación física, que -diligentes- posaron orgullosos. Una pena que no pudiera colar la foto en ningún lado:
El caso es que, tras ese empacho de escotes y tambores, me volví al curro. Cada dos minutos tenía una llamada de Alicante y una comanda desde la redacción que, curiosamente, coincidía: «Lo de Castellón, recórtalo todo lo que puedas».
La vuelta a casa -triste, abatido, recordando aquellos días de frío en el instituto con compañeras de clase en flor que yo no estimaba como debía- me trajo una estampa mucho más rústica. Celia, en semioscuridad y bragas, estudiaba frente al ordenador. Castigada sin cena y con varios exámenes a la vista, me preguntó «¿qué tal la manifestación?» sin apenas mirarme a la cara, como un matrimonio de largo recorrido. Yo, sin atreverme a contarle la verdad de mis preferencias, le dije, más a forma de titular que de conversación: «Bien. Un montón de gente luchando por la educación pública». Y así se quedó:
Igual que antes: con sus fluorescentes de colores a un lado; su flor en el pelo y su ratón de portátil a la derecha. Le pregunté si quería ver una peli y me dijo que no, que quería seguir estudiando. Así que pusimos de fondo Españoles por el mundo y, antes de irse a dormir, soltó: «Joder, en cuanto ven que baja la audiencia ponen a la tipa con escote». Tragué saliva y me fui a fregar los platos.
No debe de medir más de metro sesenta… Es poquita cosa -digo: huesillo y pellejo-. Y porque se cuida y saca músculo, con sauna express para tensar las carnes, que si no sería más difícil de ver que una espiguilla de trigo en su despensa. Pero lo mismo se pone a lo Reverte a narrarte sus peripecias por el mundo que te coge un viaje insulso y se marca un relato de concurso. Te planta cuatro fotos mal hechas y, sólo por el texto que les da sentido, crees que son del Capa del nuevo siglo. A ese día que no aspira a nada, él sabe sacarle el jugo. Qué poquita cosa, sólo en apariencia, pero qué grande cuando exprime el coco… y es que no sabe dejar de hacerlo, y no se desperdicia ni gota. Qué grande, Albertito. Los grandes son los que hacen de la cotidineidad un arte. Recuerdos desde esta urbanización a las afueras donde sin coche no hay vida y la que hay, tras el cristal, acabo empleándola en leer tu blog de una sentada.