Ya sé que el título no puede ser más manido y, a la vez, más sarasa. Pero es inevitable no utilizarlo: el cielo que cubre el desierto es, probablemente, lo que más asombra de ese pedazo de globo terráqueo cubierto de dunas y sombras variables.
Es cierto, todo está dicho sobre la soledad, los silbidos de voz que se escuchan entre los surcos escarvados en la arena, la gama de naranjas que tiñen de henna un espacio incólume. Pero, y acaso por eso mismo, si todo está dicho es precisamente porque siempre tiene algo nuevo que decirse.
Nosotros llegamos a aquel rincón del Sáhara después de varias horas de carreteras asfalatadas y de un trayecto escalonado desde M’Hamid, al sur de Marruecos, hasta una base cercana a la frontera de Argelia.
Que no se oía un alma es un decir. Que estaba desierto, otro: pequeñas hileras de turistas encumbrábamos las cimas de cada duna para ser testigos de uno de los momentos más mágicos ´(¿mágicos? ¿estrellas? todo esto empieza a soltar cierto tufillo a Bucay, lo siento) de este paraíso (¿paraiso?).
Después, noche de hogueras, risas y frío. El frío más intenso que alguien puede sentir. No digo más. A todo esto, cargábamos con el libro de Bowles que reza que aquel cielo es protector. Ni más ni menos: semejante cielo sólo es una pantalla panorámica al mayor espectáculo del mundo (¿mayor espectáculo del mundo?): millones y millones de estrellas que se avivan cuanto más tiempo pasas mirándolas y que parecen inmóviles, sostenidas por hilos invisibles que esperan la mano de hielo que las arranque al amanecer.
Y para estrellas, esta noche se decide el Balón de Oro. ¿Otro año para Messi?
Bueno, no he podido ser más obvio.